El castigo
Los que hayan leído mi anterior artículo sacarán en consecuencia que la responsabilidad de la guerra europea cae, no sólo sobre el Kaiser y su camarilla, sino sobre todo el pueblo alemán.
Y así fué, en efecto. Si el Kaiser y su Gobierno eligieron el momento para asestar el golpe mortal á sus rivales, empujando al difunto Imperio austrohúngaro á que aplastara á Serbia sin consideraciones, no es menos cierto que los socialistas votaron los créditos de guerra, que los profesores y publicistas aplaudieron frenéticamente la orden de movilización, pidiendo amplias compensaciones territoriales, y que hasta radicales como Maximiliano Harden, hoy convertido en mansa paloma pacifista, declaraban cínicamente que Alemania con sus fuerzas podía reírse del Derecho y discutir este aspecto jurídico después de la victoria, cuando, cuando tuviese en su poder Amberes, Calais, Tolon y Tánger.
No necesita el lector acudir á los libros diplomáticos ni á la Prensa de la Entente para saber quién provocó la guerra. Le bastará leer lo que han escrito desde esa trágica fecha los propios alemanes.
Lo mismo el pangermanista conde de Reventlow, que el historiador Delbrück; el revolucionario Harden, que el doctor Muhlen, de la casa Krupp, nos dijeron lo bastante sobre la preparación de Alemania para la gran guerra y sus vastas aspiraciones coloniales. Por si esto fuera poco, queda como terrible documento acusador contra el Gobierno Imperial de Alemania la Memoria del Príncipe Lichnowsky, ex embajador en Londres, en que el autor demuestra los esfuerzos de Inglaterra para evitar el conflicto europeo y el propósito firme de Berlín en provocarlo.
Nadie creyó jamás de buena fe en Alemania que el pueblo alemán hacía «una guerra defensiva». Estas cosas sólo las dicen aquí nuestros germanófilos. Nunca se ha dado el caso de entrar en la casa del vecino, robarle, estrangularle, y declarar el criminal que esto lo hizo en legítima defensa. Y, sin embargo, esto hicieron y dijeron los alemanes cuando la invasión de Bélgica. Después de confesar burdamente el Canciller alemán que la «necesidad es ley», creyó su Gobierno justificar el atropello declarando solemnemente que había sido una medida preventiva «porque los aliados iban á hacer los mismo». ¡Buenas razones! Imaginemos la cara de un juez á quien confesase el acusado su crimen diciendo: «Si he atacado y robado á Fulano, es porque me consta que iba á hacer otro tanto Perengano. Y ya que Fulano estaba condenado á muerte, ¿no era mejor que fuese por mis manos?...»
Convengamos en que Alemania ha sido lógica en su teoría, y para defenderse, antes de que la atacaran, se metió en Bélgica, en el Norte de Francia, en Serbia, en Rusia, en Polonia y en Rumania. No cabe mayor prueba de su inocencia y de su buena fe.
Alemania, sin necesidad de guerras, hubiera llegado dentro de pocos años a ser la primera Potencia mundial; pero la ha perdido su impaciencia, su arrogancia, su agresividad. Ha contribuído igualmente á esos ensueños de glorias militares el que los Hohenzollern convirtieron al pueblo alemán en un vasto cuartel general. El Kaiser y su Estado Mayor estaban convencidos de que si las anteriores guerras victoriosas habían sido el pedestal del Imperio germánico, sólo por medio de la guerra podría el Imperio ensanchar sus límites para transformarse en «una más grande Alemania» de poderío universal.
¿Tuvo conciencia de esto el pueblo alemán cuando el Kaiser, calculando todas las probabilidades de éxito, arrojó el guante á las Cancillerías? Sí; pero el pueblo cerró los ojos, embriagado por la seguridad del triunfo que pregonaban con arrogancia el Kaiser, su Estado Mayor y su colosal Ejército, movilizado á los gritos de «Nach Paris!».
Alemania era invencible... Además la guerra sería corta y sólo duraría unas semanas... la avalancha germana caería sobre Francia por el inesperado camino de Bélgica... Llegaría á París... Tendría tiempo de sobra para volverse y aplastar á Rusia antes de que ésta hubiera terminado su lenta movilización... La paz traería como frutos raptados al vecino: una indemnización de miles de millones pagados por Francia, las colonias francesas en África y en Asia, alguna base naval en la costa de Bélgica, la Polonia rusa y la cesión de vastos territorios en el entonces Imperio de los Zares.
Y Alemania, si no con la conciencia tranquila, al menos con la perspectiva de una jugada segura, aunque ilegal, echó todo á la suerte sin sospecharse que iba derecha á la bancarrota.
El culto de la fuerza, desprovisto de toda regla jurídica, de todo sentimiento humanitario, es lo que ha perdido al Imperio alemán. Creyeron el Kaiser y su Estado Mayor que bastaba con tener el más formidable Ejército del Mundo para cambiar el mapa de Europa. Creyeron que el terrorismo sembrado por sus zeppelines, sus submarinos y sus gases asfixiantes era el único medio de dominar y aniquilar al adversario. ¿No era así como Napoleón I y luego Guillermo de Prusia habúan fundado Imperios? Sí, por cierto; pero Napoleón era un genio y Guillermo I tuvo á su lado á Bismarck.
Y esto es lo que le faltó á Alemania, á pesar de sus grandes generales y sus brillantes victorias: un político á lo Bismarck para lograr el triunfo. El no hubiera cometido la torpeza de violar la neutralidad de Bélgica y atraerse la guerra con Inglaterra. No habría procedido de modo tan burdo que pudiese divorciarse Italia de la Tríplice, ni hubiera tampoco perdido las cartas en los Balkanes, ni menos seguido la guerra submarina contra los Estados Unidos. Pero es que en lugar de un político genial mandaba en Alemania un cuartel general, compuesto por un Hindenburg, un Luderndorff y un Tirpitz, más digno éste de grilletes que de galones. De este abuso de la fuerza bruta, de esta ausencia total de espíritu diplomático y humanitario podemos juzgar por la ferocidad con que el Imperio alemán, juzgándose ya vencedor, procedió desde la invasión de Bélgica hasta el Tratado vergonoso de Brest-Litowsky.
«¡Paz sin anexiones ni indemnizaciones!», exclamó generosamente el Kaiser cuando vió perdida la partida... Es decir, paz sin pagar los vidrios rotos.
Pero los franceses, los belgas, los rumanos, los italianos y los serbios, que son gente muy fina, quieren devolver esas visitas que han dejado en ellos un recuerdo imborrable. Quieren ir á Alemani para dejar tarjeta del mariscal Foch.
Y ahora, ante el avance de los ejércitos aliados, el Kaiser y su Consejo de Soberanos y de generales responsables se mirarán los unos á los otros como una Sociedad en quiebra que oyese ya en la escalera los pasos de quienes vienen á prenderles y á embargar sus muebles...