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Ariel/Capítulo VI

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Capítulo VI

La concepción utilitaria, como idea del destino humano, y la igualdad en lo mediocre, como norma de la proporción social, componen, íntimamente relacionadas, la fórmula de lo que ha solido llamarse, en Europa, el espíritu de americanismo . Es imposible meditar sobre ambas inspiraciones de la conducta y la sociabilidad, y compararlas con las que le son opuestas sin que la asociación traiga, con insistencia, a la mente, la imagen de esa democracia formidable y fecunda, que, allá en el norte, ostenta las manifestaciones de su prosperidad y su poder como una deslumbradora prueba que abona en favor de la eficacia de sus instituciones y de la dirección de sus ideas. Si ha podido decirse del utilitarismo que es el verbo del espíritu inglés, los Estados Unidos pueden ser considerados la encarnación del verbo utilitario. Y el Evangelio de este verbo se difunde por todas partes a favor de los milagros materiales del triunfo. Hispano-América ya no es enteramente calificable, con relación a él, de tierra de gentiles. La poderosa federación va realizando entre nosotros una suerte de conquista moral. La admiración por su grandeza y por su fuerza es un sentimiento que avanza a grandes pasos en el espíritu de nuestros hombres dirigentes y, aún más quizá en el de las muchedumbres, fascinables por la impresión de la victoria. Y, de admirarla, se pasa, por una transición facilísima, a imitarla. La admiración y la creencia son ya modos pasivos de imitación para el psicólogo. La tendencia imitativa de nuestra naturaleza moral — decía Bagehot — tiene su asiento en aquella parte del alma en que reside la credibilidad». El sentido y la experiencia vulgares serían suficientes para establecer por sí solos esa sencilla relación. Se imita a aquel en cuya superioridad o cuyo prestigio se cree. Es así como la visión de una América deslatinizada por propia voluntad, sin la extorsión de la conquista, y regenerada luego a imagen y semejanza del arquetipo del Norte, flota ya sobre los sueños de muchos sinceros interesados por nuestro porvenir, inspire la fruición con que ellos formulan a cada paso los más sugestivos paralelos, y se manifiesta por constantes propósitos de innovación y de reforma. Tenemos nuestra nordomanía. Es necesario oponerle los límites que la razón y el sentimiento señalan de consuno.

No doy yo a tales límites el sentido de una absoluta negación. Comprendo bien que se adquieran inspiraciones, luces, enseñanzas, en el ejemplo de los fuertes; y no desconozco que una inteligente atención fijada en lo exterior para reflejar de todas partes la imagen de lo beneficioso y de lo útil es singularmente fecunda cuando se trata de pueblos que aún forman y modelan su entidad nacional. Comprendo bien que se aspire a rectificar, por la educación perseverante, aquellos trazos del carácter de una sociedad humana que necesiten concordar con nuevas exigencias de la civilización y nuevas oportunidades de la vida, equilibrando así, por medio de una influencia innovadora, las fuerzas de la herencia y la costumbre. Pero no veo la gloria, ni en el propósito de desnaturalizar el carácter de los pueblos, —su genio personal,— para imponerles la identificación con un modelo extraño al que ellos sacrifiquen la originalidad irreemplazable de su espíritu; ni en la creencia ingenua de que eso pueda obtenerse alguna vez por procedimientos artificiales e improvisados de imitación. Ese irreflexivo traslado de lo que es natural y espontáneo en una sociedad al seno de otra, donde no tenga raíces ni en la naturaleza ni en la historia, equivalía para Michelet a la tentativa de incorporar, por simple agregación, una cosa muerta a un organismo vivo. En sociabilidad, como en literatura, como en arte, la imitación inconsulta no hará nunca sino deformar las líneas del modelo. El engaño de los que piensan haber reproducido en lo esencial el carácter de una colectividad humana, las fuerzas vivas de su espíritu, y, con ellos, el secreto de sus triunfos y su prosperidad, reproduciendo exactamente el mecanismo de sus instituciones y las formas exteriores de sus costumbres, hace pensar en la ilusión de los principiantes candorosos que se imaginan haberse apoderado del genio del maestro cuando han copiado las formas de su estilo o sus procedimientos de composición.

En ese esfuerzo vano hay, además, no sé qué cosa de innoble. Género snobismo político podría llamarse al famoso remedo de cuanto hacen los preponderantes y los fuertes, los vencedores y los afortunados; género de abdicación servil, como en la que en algunos de los snobs encadenados para siempre a la tortura de la sátira por el libro de Thackeray, hace consumirse tristemente las energías de los ánimos no ayudados por la naturaleza o la fortuna, en la imitación impotente de los caprichos y las volubilidades de los encumbrados de la sociedad. El cuidado de la independencia interior —la de la personalidad, la del criterio— es una principalísima forma del respeto propio. Suele, en los tratados de ética, comentarse un precepto moral de Cicerón, según el cual forma parte de los deberes humanos el que cada uno de nosotros cuide y mantenga celosamente la originalidad de su carácter personal, lo que haya en él que lo diferencie y determine, respetando, en todo cuanto no sea inadecuado para el bien, el impulso primario de la Naturaleza, que ha fundado en la varia distribución de sus dones el orden y el concierto del mundo. Y aun me parecería mayor el imperio del precepto si se le aplicase, colectivamente, al carácter de las sociedades humanas. Acaso oiréis decir que no hay un sello propio y definido, por cuya permanencia, por cuya integridad deba pugnarse, en la organización actual de nuestros pueblos. Falta tal vez, en nuestro carácter colectivo, el contorno seguro de la «personalidad». Pero en ausencia de esa índole perfectamente diferenciada y autonómica, tenemos —los americanos latinos— una herencia de raza, una gran tradición étnica que mantener, un vínculo sagrado que nos une a inmortales páginas de la historia, confiando a nuestro honor su continuación en lo futuro. El cosmopolitismo, que hemos de acatar como una irresistible necesidad de nuestra formación, no excluye, ni ese sentimiento de fidelidad a lo pasado, ni la fuerza directriz y plasmante con que debe el genio de la raza imponerse en la refundición de los elementos que constituirán al americano definitivo del futuro.

Se ha observado más de una vez que las grandes evoluciones de la historia, las grandes épocas, los períodos más luminosos y fecundos en el desenvolvimiento de la humanidad, son casi siempre la resultante de dos fuerzas distintas y co-actuales, que mantienen, por los concertados impulsos de su oposición, el interés y el estímulo de la vida, los cuales desaparecerían, agotados, en la quietud de una unidad absoluta. Así, sobre los dos polos de Atenas y Lacedemonia se apoya el eje alrededor del cual gira el carácter de la más genial y civilizadora de las razas. América necesita mantener en el presente la dualidad original de su constitución, que convierte en realidad de su historia el mito clásico de las dos águilas soltadas simultáneamente de uno y otro polo del mundo, para que llegasen a un tiempo al límite de sus dominios. Esta diferencia genial y emuladora no excluye, sino que tolera y aun favorece en muchísimos aspectos, la concordia de la solidaridad. Y si una concordia superior pudiera vislumbrarse desde nuestros días, como la fórmula de un porvenir lejano, ella no sería debida a la imitación unilateral —que diría Tarde— de una raza por otra, sino a la reciprocidad de sus influencias y al atinado concierto de los atributos en que se funda la gloria de las dos.

Por otra parte, en el estudio desapasionado de esa civilización que algunos nos ofrecen como único y absoluto modelo, hay razones no menos poderosas que las que se fundan en la indignidad y la inconveniencia de una renuncia a todo propósito de originalidad, para templar los entusiasmos de los que nos exigen su consagración idolátrica. Y llego, ahora, a la relación que directamente tiene, con el sentido general de esta plática mía, el comentario de semejante espíritu de imitación.

Todo juicio severo que se formule de los americanos del norte debe empezar por rendirles, como se haría con altos adversarios, la formalidad caballeresca de un saludo. Siento fácil mi espíritu para cumplirla. Desconocer sus defectos no me parecería tan insensato como negar sus cualidades. Nacidos —para emplear la paradoja osada por Baudelaire a otro respecto— con la experiencia innata de la libertad, ellos se han mantenido fieles a la ley de su origen, y han desenvuelto, con la precisión y la seguridad de una progresión matemática, los principios fundamentales de su organización debido a su historia una consecuente unidad que, si bien ha excluido las adquisiciones de aptitudes y méritos distintos, tiene la belleza intelectual de la lógica. La huella de sus pasos no se borrará jamás en los anales del derecho humano; porque ellos han sido los primeros en hacer surgir nuestro moderno concepto de la libertad, de las inseguridades del ensayo y de las imaginaciones de la utopía, para convertirla en bronce imperecedero y realidad viviente; porque han demostrado con su ejemplo la posibilidad de extender a un inmenso organismo nacional la inconmovible autoridad de una república; porque, con su organización federativa, han revelado —según la feliz expresión de Tocqueville— la manera como se pueden conciliar con el brillo y el poder de los estados grandes la felicidad y la paz de los pequeños. Suyos son algunos de los rasgos más audaces con que ha de destacarse en la perspectiva del tiempo la obra de este siglo. Suya es la gloria de haber revelado plenamente —acentuando la más firme nota de belleza moral de nuestra civilización— la grandeza y el poder del trabajo; esa fuerza bendita que la antigüedad abandonada a la abyección de la esclavitud, y que hoy identificamos con la más alta expresión de la dignidad humana, fundada en la conciencia y la actividad del propio mérito. Fuertes, tenaces, teniendo la inacción por oprobio, ellos han puesto en manos del mechanic de sus talleres y el farmer de sus campos, la clava hercúlea del mito, y han dado al genio humano una nueva e inesperada belleza ciñéndole el mandil de cuero del forjador. Cada uno de ellos avanza a conquistar la vida como el desierto los primitivos puritanos. Perseverantes devotos de ese culto de la energía individual que hace de cada hombre el artífice de su destino, ellos han modelado su sociabilidad en un conjunto imaginario de ejemplares de Robinson, que después de haber fortificado rudamente su personalidad en la práctica de la ayuda propia, entraran a componer los filamentos de una urdimbre firmísima. Sin sacrificarle esa soberana concepción del individuo, han sabido hacer al mismo tiempo, del espíritu de asociación, el más admirable instrumento de su grandeza y de su imperio; y han obtenido de la suma de las fuerzas humanas, subordinada a los propósitos de la investigación, de la filantropía, de la industria, resultados tanto más maravillosos, por lo mismo que se consiguen con la más absoluta integridad de la autonomía personal. Hay en ellos un instinto de curiosidad despierta e insaciable, una impaciente avidez de toda luz; y profesando el amor por la instrucción del pueblo con la obsesión de una monomanía gloriosa y fecunda, han hecho de la escuela el quicio más seguro de su prosperidad y del alma del niño la más cuidada entre las cosas leves y preciosas. Su cultura, que está lejos de ser refinada ni espiritual, tiene una eficacia admirable siempre que se dirige prácticamente a realizar una finalidad inmediata. No han incorporado a las adquisiciones de la ciencia una sola ley general, un solo principio; pero la han hecho maga por las maravillas de sus aplicaciones, la han agitado en los dominios de la utilidad, y han dado al mundo, en la caldera de vapor y en el dínamo eléctrico, billones de esclavos invisibles que centuplican, para servir al Aladino humano, el poder de la lámpara maravillosa. El crecimiento de su grandeza y de su fuerza será objeto de perdurables asombros para el porvenir. Han inventado, con su prodigiosa aptitud de improvisación, un acicate para el tiempo; y al conjuro de su voluntad poderosa, surge en un día, del seno de la absoluta soledad, la suma de cultura acumulable por la obra de los siglos. La libertad puritana, que les envía su luz desde el pasado, unió a esta luz el calor de una piedad que aún dura. Junto a la fábrica y la escuela, sus fuertes manos han alzado también los templos donde evaporan sus plegarias muchos millones de conciencias libres. Ellos han sabido salvar, en el naufragio de todas las idealidades, la idealidad más alta, guardando viva la tradición de un sentimiento religioso que, si no levanta su vuelo en alas de un espiritualismo delicado y profundo, sostiene, en parte, entre las asperezas del tumulto utilitario, la rienda firme del sentido moral. Han sabido, también, guardar, en medio a los refinamientos de la vida civilizada, el sello de cierta primitividad robusta. Tienen el culto pagano de la salud, de la destreza, de la fuerza; templan y afinan en el músculo el instrumento precioso de la voluntad; y, obligados por su aspiración insaciable de dominio a cultivar la energía de todas las actividades humanas, modelan el torso del atleta para el corazón del hombre libre. Y del concierto de su civilización, del acordado movimiento de su cultura, surge una dominante nota de optimismo, de confianza, de fe, que dilata los corazones impulsándolos al porvenir bajo la sugestión de una esperanza terca y arrogante; la nota del Excelsior y el Salmo de la vida con que sus poetas han señalado el infalible bálsamo contra toda amargura en la filosofía del esfuerzo y de la acción.

Su grandeza titánica se impone así, aun a los más prevenidos por las enormes desproporciones de su carácter o por las violencias recientes de su historia. Y por mi parte, ya veis que, aunque no les amo, les admiro. Les admiro, en primer término, por su formidable capacidad de querer, y me inclino ante la «escuela de voluntad y de trabajo» que —como de sus progenitores nacionales dijo Philarète-Chasles— ellos han instituido.

En el principio la acción era. Con estas célebres palabras del Fausto podría empezar un futuro historiador de la poderosa república, el Génesis, aún no concluido, de su existencia nacional. Su genio podría definirse, como el universo de los dinamistas, la fuerza en movimiento. Tiene, ante todo y sobre todo, la capacidad, el entusiasmo, la vocación dichosa de la acción. La voluntad es el cincel que ha esculpido a ese pueblo en dura piedra. Sus relieves característicos son dos manifestaciones del poder de la voluntad: la originalidad y la audacia. Su historia es, toda ella, el arrebato de una actividad viril. Su personaje representativo se llama Yo quiero, como el «superhombre» de Nietzsche. Si algo le salva colectivamente de la vulgaridad, es ese extraordinario alarde de energía que lleva a todas partes y con el que imprime cierto carácter de épica grandeza aun a las luchas del interés y de la vida material. Así de los especuladores de Chicago y de Minneapolis, ha dicho Paul Bourget que son a la manera de combatientes heroicos en los cuales la aptitud para el ataque y la defensa es comparable a la de un grognard del gran Emperador. Y esta energía suprema con la que el genio norteamericano parece obtener —hipnotizador audaz— el adormecimiento y la sugestión de los hados, suele encontrarse aun en las particularidades que se nos presentan como excepcionales y divergentes, de aquella civilización. Nadie negará que Edgar Poe es una individualidad anómala y rebelde dentro de su pueblo. Su alma escogida representa una partícula inasimilable del alma nacional, que no en vano se agitó entre las otras con la sensación de una soledad infinita. Y sin embargo, la nota fundamental —que Baudelaire ha señalado profundamente— en el carácter de los héroes de Poe, es, todavía, el temple sobrehumano, la indómita resistencia de la voluntad. Cuando ideó a Ligeia, la más misteriosa y adorable de sus criaturas, Poe simbolizó en la luz inextinguible de sus ojos, el himno de triunfo de la Voluntad sobre la Muerte.

Adquirido, con el sincero reconocimiento de cuanto hay de luminoso y grande en el genio de la poderosa nación, el derecho de completar respecto a él la fórmula de la justicia, una cuestión llena de interés pide expresarse. ¿Realiza aquella sociedad, o tiende a realizar, por lo menos, la idea de la conducta racional que cumple a las legítimas exigencias del espíritu, a la dignidad intelectual y moral de nuestra civilización? ¿Es en ella donde hemos de señalar la más aproximada imagen de nuestra «ciudad perfecta»? Esa febricitante inquietud que parece centuplicar en su seno el movimiento y la intensidad de la vida, ¿tiene un objeto capaz de merecerla y un estímulo bastante para justificarla?

Herbert Spencer, formulando con noble sinceridad su saludo a la democracia de América en un banquete de Nueva York, señalaba el rasgo fundamental de la vida de los norteamericanos, en esa misma desbordada inquietud que se manifiesta por la pasión infinita del trabajo y la porfía de la expansión material en todas sus formas. Y observaba después que, en tan exclusivo predominio de la actividad subordinada a los propósitos inmediatos de la utilidad, se revelaba una concepción de la existencia, tolerable sin duda como carácter provisional de una civilización, como tarea preliminar de una cultura, pero que urgía ya rectificar, puesto que tendía a convertir el trabajo utilitario en fin y objeto supremo de la vida, cuando él en ningún caso puede significar racionalmente sino la acumulación de los elementos propios para hacer posible el total y armonioso desenvolvimiento de nuestro ser. Spencer agregaba que era necesario predicar a los norteamericanos el Evangelio del descanso o el recreo; e identificando nosotros la más noble significación de estas palabras con la del ocio tal cual lo dignificaban los antiguos moralistas, clasificaremos dentro del Evangelio en que debe iniciarse a aquellos trabajadores sin reposo, toda preocupación ideal, todo desinteresado empleo de las horas, todo objeto de meditación levantado sobre la finalidad inmediata de la utilidad.

La vida norteamericana describe efectivamente ese círculo vicioso que Pascal señalaba en la anhelante persecución del bienestar, cuando él no tiene su fin fuera de sí mismo. Su prosperidad es tan grande como su imposibilidad de satisfacer a una mediana concepción del destino humano. Obra titánica, por la enorme tensión de voluntad que representa y por sus triunfos inauditos en todas las esferas del engrandecimiento material, es indudable que aquella civilización produce en su conjunto una singular impresión de insuficiencia y de vacío. Y es que si, con el derecho que da la historia de treinta siglos de evolución presididos por la dignidad del espíritu clásico y del espíritu cristiano, se pregunta cuál es en ella el principio dirigente, cuál su substratum ideal, cuál el propósito ulterior a la inmediata preocupación de los intereses positivos que estremecen aquella masa formidable, sólo se encontrará, como fórmula del ideal definitivo, la misma absoluta preocupación del triunfo material. Huérfano de tradiciones muy hondas que le orienten, ese pueblo no ha sabido sustituir la idealidad inspiradora del pasado con una alta y desinteresada concepción del porvenir. Vive para la realidad inmediata, del presente, y por ello subordina toda su actividad al egoísmo del bienestar personal y colectivo. De la suma de los elementos de su riqueza y su poder, podría decirse lo que el autor de Mensonges de la inteligencia del marqués de Norbert que figura en uno de sus libros: es un monte de leña al cual no se ha hallado modo de dar fuego. Falta la chispa eficaz que haga levantarse la llama de un ideal vivificante e inquieto sobre el copioso combustible. Ni siquiera el egoísmo nacional, a falta de más altos impulsos; ni siquiera el exclusivismo y el orgullo de raza, que son los que transfiguran y engrandecen, en la antigüedad, la prosaica dureza de la vida de Roma, pueden tener vislumbres de idealidad y de hermosura en un pueblo donde la confusión cosmopolita y el atomismo de una mal entendida democracia impiden la formación de una verdadera conciencia nacional.

Diríase que el positivismo genial de la Metrópoli ha sufrido, al trasmitirse a sus emancipados hijos de América, una destilación que le priva de todos los elementos de idealidad que le templaban, reduciéndole, en realidad, a la crudeza que, en las exageraciones de la pasión o de la sátira, ha podido atribuirse al positivismo de Inglaterra. El espíritu inglés, bajo la áspera corteza de utilitarismo, bajo la indiferencia mercantil, bajo la severidad puritana, esconde, a no dudarlo, una virtualidad poética escogida, y un profundo venero de sensibilidad, el cual revela, en sentir de Taine, que el fondo primitivo, el fondo germánico de aquella raza, modificada luego por la presión de la conquista y por el hábito de la actividad comercial, fue una extraordinaria exaltación del sentimiento. El espíritu americano no ha recibido en herencia ese instinto poético ancestral, que brota, como surgente límpida, del seno de la roca británica, cuando es el Moisés de un arte delicado quien la toca. El pueblo inglés tiene, en la institución de su aristocracia, — por anacrónica e injusta que ella sea bajo el aspecto del derecho político, —un alto e inexpugnable baluarte que oponer al mercantilismo ambiente y a la prosa invasora; tan alto e inexpugnable baluarte que es el mismo Taine quien asegura que desde los tiempos de las ciudades griegas, no presentaba la historia ejemplo de una condición de vida más propia para formar y enaltecer el sentimiento de la nobleza humana. En el ambiente de la democracia de América, el espíritu de vulgaridad no halla ante si relieves inaccesibles para su fuerza de ascensión, y se extiende y propaga como sobre la llaneza de una pampa infinita.

Sensibilidad, inteligencia, costumbres, — todo está caracterizado, en el enorme pueblo, por una radical ineptitud de selección, que mantiene, junto al orden mecánico de su actividad material y de su vida política, un profundo desorden en todo lo que pertenece al dominio de las facultades ideales. Fáciles son de seguir las manifestaciones de esa ineptitud, partiendo de las más exteriores y aparentes, para llegar después a otras más esenciales y más íntimas. Pródigo de sus riquezas — porque en su codicia no entra, según acertadamente se ha dicho, ninguna parte de Harpagon, — el norteamericano ha logrado adquirir con ellas, plenamente, la satisfacción y la vanidad de la magnificencia suntuaria; pero no ha logrado adquirir la nota escogida del buen gusto. El arte verdadero sólo ha podido existir, en tal ambiente, a título de rebelión individual. Emerson, Poe, son allí como los ejemplares de una fauna expulsada de su verdadero medio por el rigor de una catástrofe geológica. Habla Bourget, en Outre-Mer, del acento concentrado y solemne con que la palabra arte vibra en los labios de los norteamericanos que ha halagado el favor de la fortuna; de esos recios y acrisolados héroes del self-help que aspiran a coronar, con la asimilación de todos los refinamientos humanos, la obra de su encumbramiento reñido. Pero nunca les ha sido dada concebir esa divina actividad que nombran con énfasis, sino como un nuevo motivo de satisfacerse su inquietud invasora y como un trofeo de su vanidad. La ignoran, en lo que ella tiene de desinteresado y de escogido; la ignoran, a despecho de la munificencia con que la fortuna individual suele emplearse en estimular la formación de un delicado sentido de belleza; a despecho de la esplendidez de los museos y las exposiciones con que se ufanan sus ciudades; a despecho de las montañas de mármol y de bronce que han esculpido para las estatuas de sus plazas públicas. Y si con su nombre hubiera de caracterizarse alguna vez un gusto de arte, él no podía ser otro que el que envuelve la negación del arte mismo: la brutalidad del efecto rebuscado, el desconocimiento de todo tono suave y de toda manera exquisita, el culto de una falsa grandeza, el sensacionismo que excluye la noble serenidad inconciliable con el apresuramiento de una vida febril.

La idealidad de lo hermoso no apasiona al descendiente de los austeros puritanos. Tampoco le apasiona la idealidad de lo verdadero. Menosprecia todo ejercicio del pensamiento que prescinda de una inmediata finalidad, por vano e infecundo. No le lleva a la ciencia un desinteresado anhelo de verdad, ni se ha manifestado ningún caso capaz de amarla por sí misma. La investigación no es para él sino el antecedente de la aplicación utilitaria. Sus gloriosos empeños por difundir los beneficios de la educación popular, están inspirados por el noble propósito de comunicar los elementos fundamentales del saber al mayor número; pero no nos revelan que, al mismo tiempo que de ese acrecentamiento extensiva de la educación, se preocupe de seleccionarla y elevarla, para auxiliar el esfuerzo de las superioridades que ambicionen erguirse sobre la general mediocridad. Así, el resultado de su porfiada guerra a la ignorancia ha sido la semi-cultura universal y una profunda languidez de la alta cultura. En igual proporción que la ignorancia radical, disminuyen en el ambiente de esa gigantesca democracia, la superior sabiduría y el genio. He ahí por qué la historia de su actividad pensadora es una progresión decreciente de brillo y de originalidad. Mientras en el período de la independencia y organización surgen para representar, lo mismo el pensamiento que la voluntad de aquel pueblo, muchos hombres ilustres, medio siglo más tarde Tocqueville puede observar, respecto a ellos, que los dioses se van. Cuando escribió Tocqueville su obra maestra, aún irradiaba, sin embargo, desde Boston, la ciudadela puritana, la ciudad de las doctas tradiciones, una gloriosa pléyade que tiene en la historia intelectual de este siglo la magnitud de la universalidad. ¿Quiénes han recogido después la herencia de Channing, de Emerson, de Poe? — La nivelación mesocrática, apresurando su obra desoladora, tiende a desvanecer el poco carácter que quedaba a aquella precaria intelectualidad. Las alas de sus libros ha tiempo que no llegan a la altura en que sería universalmente posible divisarlos. Y hoy, la más genuina representación del gusto norteamericano, en punto a letras, está en los lienzos grises de un diarismo que no hace pensar en el que un día suministró los materiales de El Federalista!

Con relación a los sentimientos morales, el impulso mecánico del utilitarismo ha encontrado el resorte moderador de una fuerte tradición religiosa. Pero no por eso debe creerse que ha cedido la dirección de la conducta a un verdadero principio de desinterés. La religiosidad de los americanos, como derivación extremada de la inglesa, no es más que una fuerza auxiliatoria de la legislación penal, que evacuaría su puesto el día que fuera posible dar a la moral utilitaria la autoridad religiosa que ambicionaba darle Stuart Mill. La más elevada cúspide de su moral es la moral de Franklin: Una filosofía de la conducta, que halla su término en lo mediocre de la honestidad, en la utilidad de la prudencia; de cuyo seno no surgirán jamás ni la santidad, ni el heroísmo; y que, sólo apta para prestar a la conciencia, en los caminos normales de la vida, el apoyo del bastón de manzano con que marchaba habitualmente su propagador, no es más que un leño frágil cuando se trata de subir las alturas pendientes. Tal es la suprema cumbre; pero es en los valles donde hay que buscar la realidad. Aun cuando el criterio moral no hubiera de descender más abajo del utilitarismo probo y mesurado de Franklin, el término forzoso — que ya señaló la sagaz observación de Tocqueville — de una sociedad educada en semejante limitación del deber, sería, no por cierto una de esas decadencias soberbias y magnificas que dan la medida de la satánica hermosura del mal en la disolución de los imperios; pero sí una suerte de materialismo pálido y mediocre y, en último resultado, el sueño de una enervación sin brillo, por la silenciosa descomposición de todos los resortes de la vida moral. Allí donde el precepto tiende a poner las altas manifestaciones de la abnegación y la virtud fuera del dominio de lo obligatorio, la realidad hará retroceder indefinidamente el límite de la obligación. Pero la escuela de la prosperidad material, que será siempre ruda prueba para la austeridad de las repúblicas, ha llevado más lejos la llaneza de la concepción de la conducta racional que hoy gana los espíritus. Al código de Franklin han sucedido otros de más francas tendencias como expresión de la sabiduría nacional. Y no hace aún cinco años el voto público consagraba en todas las ciudades norteamericanas, con las más inequívocas manifestaciones de la popularidad y de la crítica, la nueva ley moral en que, desde la puritana Boston, anunciaba solemnemente el autor de cierto docto libro que se intitulaba Pushing to the fronts que el éxito debía ser considerado la finalidad suprema de la vida. La revelación tuvo eco aun en el seno de las comuniones cristianas, y se citó una vez, a propósito del libro afortunado, ¡la Imitación de Kempis, como término de comparación!

La vida pública no se sustrae, por cierto, a las consecuencias del crecimiento del mismo germen de desorganización que lleva aquella sociedad en sus entrañas. Cualquier mediano observador de sus costumbres políticas os hablará de cómo la obsesión del interés utilitario tiende progresivamente a enervar y empequeñecer en los corazones el sentimiento del derecho. El valor cívico, la virtud vieja de los Hamilton, es una hoja de acero que se oxida, cada día más, olvidada, entre las telarañas de las tradiciones. La venalidad, que empieza desde el voto público, se propaga a todos los resortes institucionales. El gobierno de la mediocridad vuelve vana la emulación que realza los caracteres y las inteligencias y que los entona con la perspectiva de la efectividad de su dominio. La democracia, a la que no han sabido dar el regulador de una alta y educadora noción de las superioridades humanas, tendió siempre entre ellos a esa brutalidad abominable del número que menoscaba los mejores beneficios morales de la libertad y anula en la opinión el respeto de la dignidad ajena. Hoy, además, una formidable fuerza se levanta a contrastar de la peor manera posible el absolutismo del número. La influencia política de una plutocracia representada por los todopoderosos aliados de los trusts,monopolizadores de la producción y dueños de la vida económica, es, sin duda, uno de los rasgos más merecedores de interés en la actual fisonomía del gran pueblo. La formación de esta plutocracia ha hecho que se recuerde, con muy probable oportunidad, el advenimiento de la clase enriquecida y soberbia que, en los últimos tiempos de la república romana, es uno de los antecedentes visibles de la ruina de la libertad y de la tiranía de los Césares. Y el exclusivo cuidado del engrandecimiento material — numen de aquella civilización — impone así la lógica de sus resultados en la vida política, como en todos los órdenes de la actividad, dando el rango primero al struggle-for-lifer osado y astuto, convertido en la brutal eficacia de su esfuerzo en la suprema personificación de la energía nacional, — en el postulante a su representación emersoniana, — en el personaje reinante de Taine!

Al impulso que precipita aceleradamente la vida del espíritu en el sentido de la desorientación ideal y el egoísmo utilitario, corresponde, físicamente, ese otro impulso, que en la expansión del asombroso crecimiento de aquel pueblo, lleva sus similitudes y sus iniciativas en dirección a la inmensa zona occidental que, en tiempos de la independencia, era el misterio, velado por las selvas del Mississippi. En efecto: es en ese improvisado oeste, que crece formidable frente a los viejos estados del Atlántico, y reclama para un cercano porvenir la hegemonía, donde está la más fiel representación de la vida norteamericana en el actual instante de su evolución. Es allí donde los definitivos resultados, los lógicos y naturales frutos, del espíritu que ha guiado a la poderosa democracia desde sus orígenes, se muestran de relieve a la mirada del observador y le proporcionan un punto de partida para imaginarse la faz del inmediato futuro del gran pueblo. Al virginiano y al yankee ha sucedido, como tipo representativo, ese dominador de las ayer desiertas Praderas, refiriéndose al cual decía Michel Chevalier, hace medio siglo, que «los últimos serían un día los primeros». El utilitarismo, vacío de todo contenido ideal, la vaguedad cosmopolita y la nivelación de la democracia bastarda alcanzarán, con él, su último triunfo. Todo elemento noble de aquella civilización, todo lo que la vincula a generosos recuerdos y fundamenta su dignidad histórica, — el legado de los tripulantes del Flor de Mayo, la memoria de los patricios de Virginia y de los caballeros de la Nueva Inglaterra, el espíritu de los ciudadanos y los legisladores de la emancipación, — quedarán dentro de los viejos Estados donde Boston y Filadelfia mantienen aún, según expresivamente se ha dicho, «el palladium de la tradición washingtoniana». Chicago se alza a reinar. Y su confianza en la superioridad que lleva sobre el litoral iniciador del Atlántico, se funda en que le considera demasiado reaccionario, demasiado europeo, demasiado tradicionalista. La historia no da títulos cuando el procedimiento de elección es la subasta de la púrpura.

A medida que el utilitarismo genial de aquella civilización asume así caracteres más definidos, más francos, más estrechos, aumentan, con la embriaguez de la prosperidad material, las impaciencias de sus hijos por propagarla y atribuirle la predestinación de un magisterio romano. Hoy, ellos aspiran manifiestamente al primado de la cultura universal, a la dirección de las ideas, y se consideran a sí mismos los forjadores de un tipo de civilización que prevalecerá. Aquel discurso semi-irónico que Laboulaye pone en boca de un escolar de su París americanizado para significar la preponderancia que concedieron siempre en el propósito educativo a cuanto favorezca el orgullo del sentimiento nacional, tendría toda la seriedad de la creencia más sincera en labios de cualquier americano viril de nuestros días. En el fondo de su declarado espíritu de rivalidad hacia Europa, hay un menosprecio que es ingenuo, y hay la profunda convicción de que ellos están destinados a oscurecer, en breve plazo, su superioridad espiritual y su gloria, cumpliéndose, una vez más, en las evoluciones de la civilización humana, la dura ley de los misterios antiguos en que el iniciado daba muerte al iniciador. Inútil sería tender a convencerles de que, aunque la contribución que han llevado a los progresos de la libertad y de la utilidad haya sido, indudablemente, cuantiosa, y aunque debiera atribuírsele en justicia la significación de una obra universal, de una obra humana, ella es insuficiente para hacer transmudarse, en dirección al nuevo Capitolio, el eje del mundo. Inútil sería tender a convencerles de que la obra realizada por la perseverante genialidad del ario europeo, desde que, hace tres mil años, las orillas del Mediterráneo, civilizador y glorioso, se ciñeron jubilosamente la guirnalda de las ciudades helénicas; la obra que aún continúa realizándose y de cuyas tradiciones y enseñanzas vivimos, es una suma con la cual no puede formar ecuación la fórmula Washington más Edison. ¡Ellos aspirarían a revisar el Génesis para ocupar esa primera página! Pero además de la relativa insuficiencia de la parte que les es dado reivindicar en la educación de la humanidad, su carácter mismo les niega la posibilidad de la hegemonía. Naturaleza no les ha concedido el genio de la propaganda ni la vocación apostólica. Carecen de ese don superior de amabilidad — en alto sentido, — de ese extraordinario poder de simpatía, con que las razas que han sido dotadas de un cometido providencial de educación, saben hacer de su cultura algo parecido a la belleza de la Helena clásica, en la que todos creían reconocer un rasgo propio. Aquella civilización puede abundar, o abunda indudablemente, en sugestiones y en ejemplos fecundos; ella puede inspirar admiración, asombro, respeto; pero es difícil que cuando el extranjero divisa de alta mar su gigantesco símbolo: la Libertad de Bartholdi, que yergue triunfalmente su antorcha sobre el puerto de Nueva York se despierte en su ánimo la emoción profunda y religiosa con que el viajero antiguo debía ver surgir, en las noches diáfanas del Atica, el toque luminoso que la lanza de oro de la Atenea del Acrópolis dejaba notar a la distancia en la pureza del ambiente sereno.

Y advertid que cuando, en nombre de los derechos del espíritu, niego al utilitarismo norteamericano ese carácter típico con que quiere imponérsenos como suma y modelo de civilización, no es mi propósito afirmar que la obra realizada por él haya de ser enteramente perdida con relación a los que podríamos llamar los intereses del alma.— Sin el brazo que nivela y construye, no tendría paz el que sirve de apoyo a la noble frente que piensa. Sin la conquista de cierto bienestar material, es imposible en las sociedades humanas el reino del espíritu. Así lo reconoce el mismo aristocrático idealismo de Renan, cuando realza, del punto de vista de los intereses morales de la especie y de su selección espiritual en lo futuro, la significación de la obra utilitaria de este siglo. «Elevarse sobre la necesidad — agrega el maestro — es redimirse». En lo remoto del pasado, los efectos de la prosaica e interesada actividad del mercader que por primera vez pone en relación a un pueblo con otros, tienen un incalculable alcance idealizador; puesto que contribuyen eficazmente a multiplicar los instrumentos de la inteligencia, a pulir y suavizar las costumbres, y a hacer posibles, quizá, los preceptos de una moral más avanzada. La misma fuerza positiva aparece propiciando las mayores idealidades de la civilización. El oro acumulado por el mercantilismo de las repúblicas italianas «pagó — según Saint-Victor — los gastos del Renacimiento». Las naves que volvían de los países de las mil y una noches, colmadas de especias y marfil, hicieron posible que Lorenzo de Médicis renovara, en las lonjas de los mercaderes florentinos, los convites platónicos. La historia muestra en definitiva una inducción recíproca entre los progresos de la actividad utilitaria y la ideal. Y así como la utilidad suele convertirse en fuerte escudo para las idealidades, ellas provocan con frecuencia (a condición de uno proponérselo directamente) los resultados de lo útil. Observa Bagehot, por ejemplo, cómo los inmensos beneficios positivos de la navegación no existirían acaso para la humanidad, si en las edades primitivas no hubiera habido soñadores y ociosos — ¡seguramente, mal comprendidos de sus contemporáneos! — a quienes interesase la contemplación de lo que pasaba en las esferas del cielo. — Esta ley de armonía nos enseña a respetar el brazo que labra el duro terruño de la prosa. La obra del positivismo norteamericano servirá a la causa de Ariel, en último término. Lo que aquel pueblo de cíclopes ha conquistado directamente para el bienestar material, con su sentido de lo útil y su admirable aptitud de la invención mecánica, lo convertirán otros pueblos, o él mismo en lo futuro, en eficaces elementos de selección. Así, la más preciosa y fundamental de las adquisiciones del espíritu, — el alfabeto, que da alas de inmortalidad a la palabra, — nace en el seno de las factorías cananeas y es el hallazgo de una civilización mercantil, que, al utilizarlo con fines exclusivamente mercenarios, ignoraba que el genio de razas superiores lo transfiguraría convirtiéndole en el medio de propagar su más pura y luminosa esencia. La relación entre los bienes positivos y los bienes intelectuales y morales es, pues, según la adecuada comparación de Fouillée, un nuevo aspecto de la cuestión de la equivalencia de las fuerzas que, así como permite transformar el movimiento en calórico, permite también obtener, de las ventajas materiales, elementos de superioridad espiritual.

Pero la vida norteamericana no nos ofrece aún un nuevo ejemplo de esa relación indudable, ni nos lo anuncia como gloria de una posteridad que se vislumbre. Nuestra confianza y nuestros votos deben inclinarse a que, un porvenir más inaccesible a la inferencia, esté reservado a aquella civilización un destino superior. Por más que, bajo el acicate de su actividad vivísima, el breve tiempo que la separa de su aurora haya sido bastante para satisfacer el gusto de vida requerido por una evolución inmensa, su pasado y su actualidad no pueden ser sino un introito con relación a lo futuro. Todo demuestra que ella está aún muy lejana de su fórmula definitiva. La energía asimiladora que le ha permitido conservar cierta uniformidad y cierto temple genial, a despecho de las enormes invasiones de elementos étnicos opuestos a los que hasta hoy han dado el tono a su carácter, tendrá que reñir batallas cada día más difíciles y, en el utilitarismo proscriptor de toda idealidad, no encontrará una inspiración suficientemente poderosa para mantener la atracción del sentimiento solidario. Un pensador ilustre, que comparaba al esclavo de las sociedades antiguas con una partícula no digerida por el organismo social, podría quizá tener una comparación semejante para caracterizar la situación de ese fuerte colono de procedencia germánica que, establecido en los Estados del centro y del Far-West, conserva intacta, en su naturaleza, en su sociabilidad, en sus costumbres, la impresión del genio alemán, que, en muchas de sus condiciones características más profundas y enérgicas, debe ser considerado una verdadera antítesis del genio americano. — Por otra parte, una civilización que esté destinada a vivir y a dilatarse en el mundo; una civilización que no haya perdido, momificándose, a la manera de los imperios asiáticos, la aptitud de la variabilidad, no puede prolongar indefinidamente la dirección de sus energías y de sus ideas en un único y exclusivo sentido. Esperemos que el espíritu de aquel titánico organismo social, que ha sido hasta hoy voluntad y utilidad solamente, sea también algún día inteligencia, sentimiento, idealidad. Esperemos que, de la enorme fragua, surgirá, en último resultado, el ejemplar humano, armónico, selecto que Spencer, en un ya citado discurso, creía poder augurar como término del costoso proceso de refundición. Pero no le busquemos ni en la realidad presente de aquel pueblo, ni en la perspectiva de sus evoluciones inmediatas; y renunciemos a ver el tipo de civilización ejemplar donde sólo existe un boceto tosco y enorme, que aún pasará necesariamente por muchas rectificaciones sucesivas, antes de adquirir la serena y firme actitud con que los pueblos que han alcanzado un perfecto desenvolvimiento de su genio, presiden al glorioso coronamiento de su obra, como en El sueño del cóndor que Leconte de Lisle ha descrito con su soberbia majestad, terminando, en olímpico sosiego, la ascensión poderosa, más arriba de las cumbres de la Cordillera!